
-
Rocío Hernández
-
Carmen y Lola: dos nombres propios y uno universal

Lola es una estudiante de dieciséis años que sueña con ser ornitóloga y viajar. Carmen tiene diecisiete, está a punto de casarse con su novio y su ilusión es tener una peluquería. Lola y Carmen se conocen una mañana lluviosa en un mercadillo de barrio y a partir de ese día la lluvia se convierte en tormenta, tanto fuera como dentro de ellas.
Hasta aquí, la historia de Lola podría ser la de cualquier adolescente lesbiana que ha tenido que vivir su condición en silencio, escondiendo sus sentimientos. La de Carmen, la de una chica sin demasiadas expectativas, conformada con una vida limitada a las cuatro calles del barrio del extrarradio en el que vive. El de Lola sería el relato de un primer amor y el de Carmen el de un descubrimiento. Hasta aquí, los de Carmen y Lola serían los nombres propios y el del amor el universal. Porque todxs recordamos nuestro primer amor y porque es bien sabido que a este le importa poco lo que haya más allá de sí mismo; él se limita a ser y el ser del amor es sentir. Son las circunstancias que lo rodean las que lo convierten en drama o proeza.
Y de ambos elementos está conformada Carmen y Lola. Porque cuando atendemos a lo que hay en ese más allá es cuando la historia deviene en especial, se hace valiente y transgresora. Porque esos nombres propios llevan apellidos. Porque esos apellidos son romanís. Porque Carmen y Lola son gitanas. Y porque en su cultura la homosexualidad es tabú.
En este escenario, las dificultades adquieren tintes colosales, teóricamente insalvables, y es aquí donde Carmen y Lola trasciende el mero hecho narrativo para convertirse en simbólico. Porque la vida a veces está para batallarla y los tabúes fruto de la intolerancia para ser derribados.
Pero no nos engañemos. No es solo la cultura gitana la que se sustenta sobre unas raíces machistas y homófobas, no pensemos que la figura de ese padre colérico es exclusiva de un grupo específico. Lamentablemente, el personaje del progenitor de Lola es el arquetipo del intolerante, sea gitano, payo o danés. El odio al diferente, cualesquiera que sean las raíces de su intransigencia, siempre encuentra aliento, y de eso, por desgracia, sabemos mucho quienes nos identificamos bajo cualquiera de las letras que conforman el espectro LGBTIQ. Pero tanto como existen unxs, existen lxs otrxs, aquellxs que lo combaten, que se convierten en muro defensivo, y esto también lo refleja la película, representado por el personaje de la asistente social, Paqui, magníficamente interpretado por Carolina Yuste, y que nos regala, además, una preciosa muestra de sororidad.
Y, ojo, que lo extraordinario de esta película no solo se limita al valor de lo que cuenta sino a todo lo que rodea su génesis: al esfuerzo de su directora, Arantxa Echevarría, por sacarla adelante (hay que destacar que la película fue seleccionada para la Quincena de Realizadores de Cannes, donde Echevarría ha sido la primera directora española en toda la historia del certamen que participa en esta sección) se suma el hecho de que el 70% del equipo esté formado por mujeres, que la mayoría de actrices y actores no sean profesionales y que las protagonistas, Zaira Romero y Rosy Rodríguez, ambas gitanas, ambas inmensas, tuvieran la valentía de participar en una película con esta temática. Si tenemos en cuenta que una de las cribas que utilizó la directora durante los castings fue la de preguntar a las aspirantes si estaban dispuestas a salir fumando (algo, al parecer, mal visto en la cultura gitana), podremos hacernos una idea del valor de su decisión.
Y de valor y de decisiones habla esta película. Porque allí donde denuncia, también reivindica. Ante la oscuridad destilada por la homofobia la directora contrapone la luz emanada de la valentía de Carmen y Lola, y no solo por aceptar lo que sienten en un entorno hostil, no por permitirse sentir ese amor, sino por defenderlo cuando todo se vuelve en su contra. Hay dos momentos clave en la película en los que ese valor se pone de manifiesto. Uno, el que protagonizan Lola y su madre cuando todo se descubre y la primera se mantiene firme en su negativa a renegar de lo que siente (creo recordar que hasta tres veces, no sé yo si en una reinterpretación de esa negación bíblica de San Pedro), en una escena que hace que se te encoja el corazón tanto como se te llene de orgullo ajeno. Y dos, cuando Carmen, esa misma Carmen que arranca la película conformista y reacia, ante una Lola devastada toma la decisión de iniciar el camino del futuro de ambas.
Y aquí está el verdadero núcleo de la película: Arantxa Echevarría nos habla de mujeres valientes, mujeres que eligen. Porque es a través de estas decisiones que Carmen y Lola empiezan a empoderarse y no hay mujer más poderosa que aquella que toma las riendas de su destino. Pese a todo y pese a todxs.
Ojalá llegue el día en que amar a alguien no suponga un acto de valor ni implique verte abocadx al desarraigo, a dejar atrás todo lo que conoces. Hasta entonces, películas como Carmen y Lola siguen siendo necesarias, para explicar, a quien no alcance todavía a comprenderlo, que amar es amar, cualquiera que sea la letra del alfabeto que se use para conjugarlo.
Por Clara Asunción García